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Carta del Papa Juan Pablo II
1995, cn motivo de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer,
en Pekín
Autor: SS Juan Pablo II
A vosotras, mujeres del mundo entero, os doy mi más cordial saludo:
1.
A cada una de vosotras dirijo esta carta con el objeto de compartir y
manifestar gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial sobre
la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
La
Iglesia quiere ofrecer también su contribución en defensa de la
dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la
aportación específica de la Delegación oficial de la Santa Sede a los
trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la
mente de todas las mujeres. Ante todo deseo expresar mi vivo
reconocimiento a la Organización de las Naciones Unidas, que ha
promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer también
su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las
mujeres, no sólo a
través de la aportación específica de la Delegación oficial de la Santa
Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al
corazón y a la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de
la visita que la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la
Conferencia, me ha hecho precisamente con vistas a este importante
encuentro, le he entregado un Mensaje en el que se recogen algunos
puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un
mensaje que, más allá de la circunstancia específica que lo ha
inspirado, se abre a la perspectiva más general de la realidad y de los
problemas de las mujeres en su conjunto, poniéndose al servicio de su
causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por lo cual he
dispuesto que se enviara a todas las Conferencias Episcopales, para
asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho documento,quiero
ahora dirigirme directamente a cada mujer, para reflexionar con ella
sobre sus problemas y las perspectivas de la condición femenina en
nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial de la
dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz de la
Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo
ideal no es otro que dar gracias. "La Iglesia -- escribía en la Carta
apostólica Mulieris dignitatem -- desea dar gracias a la Santísima
Trinidad por el ´misterio de la mujer´ y por cada mujer, por lo que
constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las ´maravillas
de Dios´, que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y
por ella" (n. 31).
2. Dar gracias al Señor por su
designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se
convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada
mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te
doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con
la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te
hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de
sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el
posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que
unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación
de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te
doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar
y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu
sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy
gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los
ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política,
mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una
cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la
vida siempre abierta al sentido del "misterio", a la edificación de
estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te
doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las
mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y
fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a
vivir para Dios una respuesta "esponsal", que expresa maravillosamente
la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy
gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición
propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y
contribuyes a la plena verdad de las
relaciones humanas.
3. Pero dar gracias no basta, lo sé.
Por
desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos
que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino
de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas,
marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud.
Esto
le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la
humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería
ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la
fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos,
han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han
faltado, especialmente en determinados contextos históricos,
responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo
siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la
Iglesia en un
compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que
precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de
abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual
brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes
en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud
de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba
en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el
amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este segundo milenio,
resulta espontáneo preguntarse: ¿qué parte de su mensaje ha sido
comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de
mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las
responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las
mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de
las veces en condiciones bastante
más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la
cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja,
excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la
infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su
aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las
mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con
los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el
tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se percibe
su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las
generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e
inmensa " tradición " femenina, la humanidad tiene una deuda
incalculable.
¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia,
profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!
4.
¿Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo,
impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social,
política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más
que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe
también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer
para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente
alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la
persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo,
tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera,
igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo
lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un
régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero
también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la
política del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo
libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia,
droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será
preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a
manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros
criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los
sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la
"civilización del amor".
5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante historia -- a menudo "subterránea" -- de abusos cometidos contra
las mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del
tercer milenio no podemos permanecer impasibles y resignados ante este
fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios
legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual que
con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de
la persona no podemos además no denunciar la difundida cultura
hedonística y comercial que promueve la explotación sistemática de la
sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy joven edad a caer en los
ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante
estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres
que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo
derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la
fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las atrocidades que por
desgracia
tienen lugar en contextos de guerra todavía tan frecuentes en el mundo,
sino también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por
una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más
fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes condiciones,
la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una
responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la
complicidad del ambiente que lo rodea.
6. Mi "gratitud" a
las mujeres se convierte pues en una llamada apremiante, a fin de que
por parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las
instituciones internacionales, se haga lo necesario para devolver a las
mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel.
A
este propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena
voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición
femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales,
económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos
en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un
signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y
tal vez un pecado.
Como expuse en el Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz de este año, mirando este gran proceso de liberación
de la mujer, se puede decir que "ha sido un camino difícil y complicado
y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo,
incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias
partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada
y valorada en su peculiar dignidad" (n. 4).
¡Es necesario
continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que el secreto
para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad
femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las
discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un
eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los
ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma
de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no
obstante los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón
misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre.
Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con
claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer,
indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad.
7.
Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con vosotras
sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser
humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en
el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo
sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente
verdadero: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de
Dios le creó: varón y mujer los creó" (Gn 1, 27). La acción creadora de
Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el
ser humano es creado "a imagen y semejanza de Dios" (cf. Gn 1, 26),
expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en
el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser
humano, desde el principio, es creado como "varón y mujer" (Gn 1, 27).
La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun
encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible,
ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de
tal
situación de soledad: "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a
hacerle una ayuda adecuada" (Gn 2, 18). En la creación de la mujer está
inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda -mírese
bien- no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del
hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son
entre sí complementarios. La femineidad realiza lo "humano" tanto como
la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando
el Génesis habla de "ayuda", no se refiere solamente al ámbito del
obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí
complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino
ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo "masculino" y de lo
"femenino" lo "humano" se realiza plenamente.
8.
Después de
crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: "Llenad la tierra y
sometedla" (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para
perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la
tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con
responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a
transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es
obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio
igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su
común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no
reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia
abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de
acuerdo con el designio de Dios, es la "unidad de los dos", o sea una
"unidualidad" relacional, que permite a cada uno sentir la relación
interpersonal y
recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.
A
esta "unidad de los dos" confía Dios no sólo la obra de la procreación y
la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia.
Si
durante el Año internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso
la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la
ocasión propicia para una nueva toma de conciencia de la múltiple
aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y
naciones. Es una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y
cultural, pero también socio-política y económica. ¡Es mucho
verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer los diversos
sectores de la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y, en
definitiva, el progreso de todo el genero humano
9. Normalmente
el progreso se valora
según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de
vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la
única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más
importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones
humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a
menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las
personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran
parte deudora precisamente al "genio de la mujer".
A este
respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres
comprometidas en los más diversos sectores de la actividad educativa,
fuera de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones
asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la
exigencia de un trabajo formativo se puede constatar
la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones
humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este
cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y
espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia
que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad.
¿Cómo
no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas
Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes,
han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su
principal servicio? ¿Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que
han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en
el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a
menudo en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del
mundo, dando un testimonio de
disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues,
queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema
del "genio de la mujer", no sólo para reconocer los caracteres que en el
mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y
respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto de la
vida social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya
tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme
ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatem, publicada
en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la
tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar
idealmente la Mulieris dignitatem, invitándoles a reflexionar sobre el
significativo papel que la mujer tiene en sus vidas como madre, como
hermana y como colaboradora en las obras apostólicas. Es ésta otra
dimensión, -diversa de la conyugal, pero asimismo importante- de aquella
"ayuda" que la mujer, según el Génesis, está llamada a ofrecer al
hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del "genio femenino" y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración.
María
se ha autodefinido "esclava del Señor" (Lc 1, 38). Por su obediencia a
la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil,
de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio
de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de
amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la
experiencia de un misterioso, pero auténtico "reinar". No es por
casualidad que se la invoca como "Reina del cielo y de la tierra". Con
este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan
como "Reina"
muchos pueblos y naciones. ¡Su "reinar" es servir! ¡Su servir es
"reinar"!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en
la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El "reinar" es la
revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a "imagen"
de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en
Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra
que "Dios ha amado por sí misma", como enseña el Concilio Vaticano II,
el cual añade significativamente que el hombre "no puede encontrarse
plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo" (Gaudium
et spes, 24).
En esto consiste el "reinar" materno de María.
Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los
hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza
en quien se dirige a Ella para ser guiado por
los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino
trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de las etapas de
la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el tiempo
tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte
de "servicio" -- que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor,
expresa la verdadera "realeza" del ser humano -- es posible acoger
también, sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad de
papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición
arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y
femenino.
Es un tema que tiene su aplicación específica
incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo -- con una elección libre y
soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial
-- ha confiado solamente a los varones la tarea de ser "icono" de su
rostro de "pastor"
y de "esposo" de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio
ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los
demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado,
siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del
"sacerdocio común", fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas
distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de
funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios
específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de "signos"
elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los
hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de esta
economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener
en cuenta la "femineidad" vivida según el modelo sublime de María. En
efecto, en la "femineidad" de la mujer creyente, y
particularmente en el de la "consagrada", se da una especie de
"profecía" inmanente (cf. Mulieris dignitatem, 29), un simbolismo muy
evocador, podría decirse un fecundo "carácter de icono", que se realiza
plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como
comunidad consagrada totalmente con corazón "virgen", para ser "esposa"
de Cristo y "madre" de los creyentes. En esta perspectiva de
complementariedad "icónica" de los papeles masculino y femenino se ponen
mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el
principio "mariano" y el "apostólico-petrino" (cf. ibid., 27).
Por
otra parte -- lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del
Jueves Santo de este año -- el sacerdocio ministerial, en el plan de
Cristo "no es expresión de dominio, sino de servicio" (n. 7). Es deber
urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de
Dios, evidenciar
esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en
la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de
participación, como a través del respeto y valoración de los
innumerables carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios
suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el servicio a
los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la historia de
la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos,
ha conocido verdaderamente el "genio de la mujer", habiendo visto surgir
en su seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa
huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires,
de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa
Catalina de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI
concedió el título de Doctoras de la
Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas mujeres que, movidas por la
fe, han emprendido iniciativas de extraordinaria importancia social
especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia
en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y admirables
manifestaciones del "genio femenino".
12. Vosotras veis, pues,
queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia para desear que, en
la próxima Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en Pekín, se
clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su
debido relieve al "genio de la mujer", teniendo en cuenta no sólo a las
mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino
también a las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio
de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los
otros en la vida diaria como la
mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún
que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve
independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo
ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de
ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan
fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad
de vocaciones, la belleza -- no solamente física, sino sobre todo
espiritual -- con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura
humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en
la oración el buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a
las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión para
una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo
precisamente por el don de un
bien tan grande como es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples
expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de
la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las
mujeres y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la
extensión del Reino de Dios.
Con mi Bendición. Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, del año 1995.