CARTA ENCÍCLICA “UT UNUM SINT”
SOBRE EL EMPEÑO ECUMÉNICO
(AÑO 1995)
Juan Pablo II
La fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y
edifica la Iglesia a través de los siglos. Dirigiendo la mirada
al nuevo milenio, la Iglesia pide al Espíritu la gracia de
reforzar su propia unidad y de hacerla crecer hacia la plena
comunión con los demás cristianos.
¿Cómo alcanzarlo? En primer lugar con la
oración. La oración debería siempre asumir aquella inquietud
que es anhelo de unidad, y por tanto una de las formas
necesarias del amor que tenemos por Cristo y por el Padre, rico
en misericordia. La oración debe tener prioridad en este camino
que emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio.
La oración, la comunidad de oración,
nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las
palabras «uno solo es vuestro Padre» (Mt 23, 9), aquel
Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, Él que es Hijo
unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es
vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8).
La «oración ecuménica» manifiesta esta
dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para
unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando
a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más
plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y,
al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno
y de todos.
¿Cómo alcanzarlo? Con acción
de gracias ya que
no nos presentamos a esta cita con las manos vacías: «El
Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza intercede por
nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,
26) para disponernos a pedir a Dios lo que necesitamos.
¿Cómo alcanzarlo? Con la
esperanza en el
Espíritu, que sabe alejar de nosotros los espectros del pasado y
los recuerdos dolorosos de la separación; El nos concede
lucidez, fuerza y valor para dar los pasos necesarios, de modo
que nuestro empeño sea cada vez más auténtico.
Si nos preguntáramos si todo esto es posible la
respuesta sería siempre: sí. La misma respuesta escuchada
por María de Nazaret, porque para Dios nada hay
imposible.
Vienen a mi mente las palabras
con las que San Cipriano comenta el Padre
Nuestro, la oración de todos los cristianos: «Dios tampoco
acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y
le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse
con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá
también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio
más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia
fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que
existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».
Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al
Señor, con impulso renovado y conciencia más madura, la gracia
de prepararnos, todos, a este sacrificio
de la unidad?